¿Por qué los pobres defienden a quienes los oprimen?

En un contexto donde las desigualdades crecen y los discursos de odio ganan terreno, una pregunta incómoda emerge: ¿por qué los sectores populares eligen y defienden a gobiernos de derecha, incluso cuando sus políticas profundizan su exclusión? Este fenómeno no es una cuestión económica, sino cultural, sostenido por las narrativas del capitalismo y por el desconcierto de los movimientos progresistas que, muchas veces, han perdido conexión con las bases.

Ejemplos recientes lo ilustran de manera contundente. En Estados Unidos, Donald Trump se posicionó como el líder de las clases trabajadoras blancas prometiendo devolverles su “dignidad” mientras favorecía a las élites económicas. En Brasil, Jair Bolsonaro utilizó la religión, el miedo al cambio y el discurso de “orden” para ganar adeptos entre los sectores más empobrecidos. En Argentina, Javier Milei ha conquistado a amplios sectores populares apelando a la idea de “libertad” y a una narrativa antipolítica, mientras sus propuestas económicas golpean directamente a los más vulnerables.

Lo que une a estas figuras no es solo su postura neoliberal, sino su habilidad para capitalizar el descontento. A través de discursos simplistas, trasladan la culpa del fracaso individual a quienes “no se esfuerzan lo suficiente” y prometen soluciones mágicas que evitan cuestionar las estructuras del sistema. Esto se sustenta en una de las ideas más poderosas del capitalismo: la del “empresario de sí mismo”. Según esta lógica, el éxito o el fracaso depende exclusivamente del esfuerzo personal, y no de las condiciones materiales, sociales o culturales. Así, el pobre es pobre porque quiere.

Pero esta narrativa no triunfa solo por mérito de la derecha. También lo hace porque muchos dirigentes progresistas han perdido contacto con las realidades de las bases. Desde barrios privados, oficinas llenas de asesores y vacaciones en destinos de lujo, estos líderes hablan de justicia social, pero desde una burbuja que los aleja de quienes dicen representar. Esta desconexión no solo erosiona la confianza, sino que genera un resentimiento que la derecha sabe explotar: “ellos viven bien mientras nosotros sufrimos”.

El resultado es que los sectores populares, cansados de las promesas incumplidas y de la falta de representación auténtica, terminan abrazando el relato de la derecha. Esta narrativa no les pide pensar en colectivo, sino confiar en su propio esfuerzo para salir adelante, aun cuando el sistema está diseñado para que fracasen. Es un discurso aspiracional y emocional que promete orden, seguridad y progreso inmediato, aunque en realidad perpetúe la desigualdad.

El desafío para los movimientos populares y progresistas es inmenso, pero no imposible. No se trata de condenar a quienes votan a la derecha, sino de entender por qué lo hacen. Es necesario reconocer las fallas, dejar de mirar al pueblo desde una posición de superioridad y volver a caminar junto a ellos, escuchando sus necesidades y aspiraciones. El campo nacional y popular debe recuperar su capacidad de proponer un futuro tangible, de hablar de justicia social desde la empatía y no desde un pedestal.

La pregunta que debemos hacernos no es por qué los pobres votan en contra de sus intereses, sino qué hemos hecho nosotros para que sientan que no hay otra opción. Solo volviendo a construir una narrativa colectiva, que les devuelva la esperanza y los sitúe como protagonistas de su propia historia, podremos enfrentar este fenómeno. Porque el problema no es el pobre que defiende a quienes lo oprimen; el problema es que no hemos sabido ofrecerle un camino mejor